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lunes, 14 de mayo de 2007

El Hijo Prodigo

Lucas:15.11
Esta parábola es sumamente rica de significado. Constituye la médula de la conciencia familiar y de nuestra vida en Cristo; considera al hombre en el momento mismo en que se aleja de Dios, olvidándole para seguir su propio camino hacia la tierra de la aventura y la ingratitud, donde espera encontrar la plenitud y vida en abundancia.


La parábola describe, pues, el progreso -lento al principio, fracasado al final- que le hace regresar, con el corazón quebrantado y abandonado, a la casa de su padre.
Esta parábola no es simplemente la historia de un hijo en particular. Es la ingratitud en su naturaleza más esencial lo que se nos revela, juntamente con su poder destructivo.
¿No le hablamos también nosotros a Dios tan claramente como el hijo menor de este texto, pero con la misma ingenua crueldad, reclamando de Dios todo lo que puede darnos: salud, fuerza, inspiración, brillantez, todo lo que podemos ser y todo lo que podemos tener, para irnos lejos de él y disiparlo, dejándole completamente olvidado y desamparado? ¿No cometemos también nosotros repetidamente este asesinato espiritual contra Dios y contra nuestros semejantes: hijos y padres, esposos, amigos y parientes, lideres y consiervos? Olvidando lo que ellos de una u otra manera nos han enseñado y brindado de manera diáfana y desinteresada ¿No nos conducimos como si Dios y el hombre estuvieran ahí únicamente para sudar y regalarnos el fruto de sus vidas, hasta sus mismas vidas, mientras que en sí mismo no tienen ningún significado para nosotros? Nuestros padres, nuestros lideres, consiervos, discípulos, Dios mismo, no son ya personas, sino circunstancias y cosas. Y, cuando hemos tomado todo lo que pueden darnos, les volvemos la espalda y nos encontramos infinitamente lejos de aquellos que no tienen ya rostro para nosotros, ni ojos con que poder encontrarnos.somos incapaces de dar.


Tal es la esencia misma de la ingratitud: descartar el amor, reclamando del que ama y que acepte el aniquilamiento.
El joven deja la insípida seguridad del hogar y, apresurando el paso, corre hacia la tierra donde nada le impedirá ser libre; puede entregarse ahora sin reservas a todos los impulsos de su corazón. El pasado ya no está; sólo existe el presente, fascinante de promesas, resplandeciente como un nuevo amanecer ilimitado. Está rodeado de amigos, es el centro de todo, la vida es seductora y no sospecha aún que no mantendrá sus promesas. Imagina que es a él a quien se adhieren sus nuevos amigos; la verdad es que es tratado como él ha tratado a su padre; existe para sus amigos solamente en la medida en que es rico, solamente en cuanto participan del hechizo de su vida despilfarradora.
Pero llega entonces el momento en que las riquezas le traicionan, y a sus amigos no les queda otra cosa que él mismo
le abandonan, porque nunca habían tenido necesidad de su persona, reflejando su destino el de su padre: ya no existe para ellos, está solo y abandonado. Tiene hambre, sed, frío, se siente desolado y rechazado. Le dejan solo como él dejó solo a su padre, pero frente a una miseria infinitamente mayor: mientras que su padre, aunque abandonado, era rico con una caridad invencible, aquella caridad que le llevó a entregar la vida por su hijo y aceptar el repudio para que su hijo pudiera seguir su camino libremente. Encuentra trabajo, pero eso es para él una miseria y una degradación; nadie le da de comer y no sabe cómo encontrarlo. ¡Qué humillación cuidar de los cerdos!
Abandonado de todos sus amigos, rechazado en todas partes, se queda frente a frente consigo mismo, y por primera vez mira su interior. Libre de toda seducción y atracción, que él tenía por liberación y plenitud, recuerda su infancia, el tiempo en que tenía un padre, en que no era huérfano, en que no se había convertido aún en un vagabundo sin corazón y sin hogar.
El hijo pródigo va a casa porque el recuerdo de su padre le infunde valor para volver; No regresa a un extraño que no le reconocerá, al cual habrá de decirle: «¿No te acuerdas de mí? Hubo un tiempo en que tenías un hijo que te traicionó y te abandonó; soy yo.» Su confesión brota varonil y perfecta: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Queda condenado ante su propia conciencia,
Según se va acercando a casa, el padre lo ve, se apresura a ir a su encuentro, le echa los brazos al cuello y le besa. ¡Cuántas veces había permanecido en el umbral, mirando el camino por el que su hijo se había alejado de él!
Había esperado y aguardado. Y ahora había llegado el día en que su esperanza se veía cumplida. Ve al hijo que había partido ricamente vestido, adornado de joyas, sin volver ni siquiera la mirada a la casa de su infancia porque sus pensamientos y sentimientos estaban dominados solamente por lo desconocido que le fascinaba. Y ahora el padre le ve volver como un mendigo, harapiento, profundamente abatido, cargado con un pasado del que está avergonzado
Con esta esperanza, podemos realizar nuestro viaje hacia Dios confiadamente, sabiendo que él es el juez, pero, sobre todo, la propiciación por nuestros pecados, el único para quien el hombre es tan querido, tan precioso, que toda la vida, toda la muerte, toda la agonía y la pérdida de Dios, todo el infierno sufrido por el Hijo unigénito, es la medida del valor que concede a nuestra salvación.

1 comentario:

Carlos Cabrera dijo...

Muy bueno el mensaje muchas gracias, y Dios los bendiga.
www.programamasvida.blogspot.com